Margot y las faldas cortas.
Al Eroski del barrio, iba todos los días una chica guapa que, por su aspecto, parecía francesa. Esto lo suelto así porque después de mucho coincidir un día me dijo: -Bonjour. -¿Puede decirme donde están los chocolats? Y no porque yo fuera un avezado antropólogo con un master en razas europeas. Ni por que tuviera visión para adivinar dónde nace la gente. Y falto de prejuicios le informé tan bien dónde estaban los dulces que, a partir de aquel día, cada vez que nos veíamos, siempre había un Bonjour, o Bonsoir, dependiendo de si era temprano, o por la tarde. Un total de cinco meses después, metiendo a piñón todos los días cuarenta minutos para elegir los salchichones que no necesitaba, muy femenina se acercó hasta mí. Y tras el protocolario saludo, conciliamos un café «cuando quieras»
Y abierto el plazo fue nada más salir de comprar los dos. Exactamente, yo también digo eso, cuanto antes mejor. Y resultó tan sensible la moza que me enamoré, obligado por su linda figura y su alma pura.
Dijo la camarera: Cerramos, sin más. Y lejos de interrumpir lo que se estaba tejiendo, ella me propuso, joven y guapa, visitar la catedral. No esperaba culminar la tarde allí, pero si un ángel te dice vamos. Añoraras otro destino, pero vas tras ella donde diga. Y lejos de mi ofrecer un relato carnal. Un clásico «aquí te pillo aquí te mató». Un «mozos calientes, final cantada» No. Ella, de la A, a la Z, era una mujer de bandera. Pero yo, navarro- canario y más, veía en ella un futuro. Un milagro superando un bache gordo. Una oportunidad sin pelos para ser feliz. Un aprende y no cometas los mismos errores. Un cuídala, dulce, que le gustan. Un fin lleno de sentido para el mañana.
Y listo para dar la nota más alta le respondí: Vamos. Sin pensar que los congelados que había comprado llevaban dos horas chorreando. Pues de camino allí hablamos de nuestros proyectos a largo plazo. Ella confirmó que nació en Lyon. Y que estaba aquí como profesora. Que vivía en un apartamento pequeño con otras tres compatriotas y que le gustaba la playa y bailar.
Y yo, más sencillo, que escribía. Y con solo mirarnos a los ojos supimos que nuestros corazones iniciaban un camino común.
De la catedral:
Cargada de historia se alzaba entre las casas viejas de la antigua ciudad romana. La luna le daba un aspecto repleto de misterio. Estaba cerrada. Normal. Eran las diez de la noche. Sin embargo, no importaba. Era un espacio mágico. Y todo el poder de la Tierra se hizo amigo para que nos conquistáramos. Llevaba ella casi lo mismo de todos los días, falda corta enseñando los muslos y blusa. Y yo, mi mirada de lobo, solitario y huidizo. Y nos besamos con pasión. Labios juntos, consumando con las lenguas nuestra comunión.
No estaba en el menú, pero pidió que la tomara allí mismo. Quizá fue un impulso. Una turbulencia. O solo palabras expresando un deseo. Puesto que no era el mejor sitio. Y pensé en llevarla a casa. Pero estábamos allí. Hacía calor. Y con la piel erizada, sin un quejido, ni el más nimio gemido. Se apartó el tanga, y nos fuimos a la guerra. Sobre un banco de la plaza aledaña. Para sellar un pacto profundo y sincero del tiempo presente para el futuro.
Y así os lo he contado.
©ManuelAcostaMás