Saunas
Recuerdo el negocio que se montón en el piso colindante al de mis padres hace ya veinticinco años, en pleno centro de Pamplona, calle Emilio Arrieta. Un negocio de masajes relajantes para hombres. Y lo recuerdo por el revuelo que se montó. Los vecinos, todos menos el dueño del piso primero que compró para alquilar y sacar un buen rédito, a partir de ver a las masajistas y a los hombres que entraban a cualquier hora, en pie de guerra, me vinieron a ver, porque en ese momento ostentaba la presidencia de la comunidad. Y me hicieron visible su enfado con el negocio aquel. Aludiendo la ajustada vestimenta de las chicas, y lo extraños y viciosos que parecían los clientes, que si se encontraban con vecinos se medio-escondían, intentando no mostrarse a las claras. Y qué les podía decir yo, que vivíamos frente con frente, puerta con puerta. Que incluso las muchachitas muy educadamente habían llamado a nuestra vivienda un par de veces, para pedir sal, o aceite para aliñar sus ensaladas. Pues les dije que, por más que su negocio no fuera de su agrado. Tenían un contrato en regla de alquiler. Y papeles de un negocio de masajes, registrado. Así que lo mejor era que si no querían que siguiera aquel negocio allí, era hablar con el dueño del piso para ver cómo hacerle rescindir el contrato. Y documentar las entradas y salidas de gentes «raras» hasta altas horas de la noche. Enseguida un vecino de esos que conoce a todo el mundo, nos dijo a todos los que mantuvimos la reunión a pie de escalera, que él hablaba con el dueño que lo conocía. Y que le iba a decir cuatro cosas bien dichas. Yo recomendé educación y buenas maneras. Pero dos días más tarde llamó a mi puerta un hombre, hombre, macho men, ofendido diciendo que por favor como presidente pasara al piso y viera. Yo le dije que no era necesario. Él me explicó la necesidad de los hombres tras el trabajo de relajarse, y que allí iban a eso. Y que, de sauna y masaje, a prostíbulo iba mucho camino y que, por sus muertos, allí no. Y esta explicación me la dio recorriendo, casi del brazo, el piso aquel, letra A. Las chicas, como cualquier masajista, con su camilla. Y me fueron sonriendo todas. Claro, ya nos conocíamos de las ensaladas. El jefe no dijo nada. Y yo le dije que una inspección de trabajo no se hace avisando y sin clientes. Porque de visita todos somos buenos. Y sin rodeos y sonrojos me contestó. Pues si quieres un servicio, ahora mismo. Y les cuentas al resto de vecinos lo bien que trabajan las chicas. Y nos miramos. Y le dije sin apartar la mirada de sus ojos de perro de presa: Le digo y abrevio. Sus trabajadoras todas son encantadoras. Me encantan además esos camisones vaporosos, abiertos a los lados, cortos y escotados, que gastan sin ropa interior. Pero como dice mi madre, cuidado hijo, cuidado, no voy a aceptar su ofrecimiento. (Yo siempre he tenido muy claro que, si no quieres que una leona te coma, no juegues con ella, que ya sabes cómo sigue después del primer mordisco) Y aunque a mí personalmente me da lo mismo a lo que se dedican, quiero que sepa que tienen al resto de vecinos en contra. Y que no van a dejar que este negocio prospere. Pues te agradezco el tiempo que me has dedicado y queda el ofrecimiento para otra ocasión. Y así nos despedimos. Sin estrechar las manos y midiendo las fuerzas de nuestras miradas. No hubo otra ocasión. Y duraron poco. Un par de meses después se fueron igual de en silencio que como vinieron. Y el siguiente negocio no sé si fue mejor. Alquiler de la casa al por mayor. Pues el piso se convirtió en una casa «cama caliente». Mil entraban por una puerta, doscientos por la otra. Hasta que unas «hormigas» pudieron con las otras. Pero esto es otra historia. Y yo estaba con las saunas, como las del suegro del presidente, negocios que a unos gustan y a otros no.
Y así os lo he contado.
©ManuelAcostaMás