«¡A mí, la legión!» (Cuentos)
Soldado fui de gente bebedora y putera. Y aunque los había honrados, los más practicaban el viejo arte de utilizarte a ti, para ellos no hacer nada.
Y en ese ambiente comprendí que como mínimo hay que ser un lobo y enseñar los dientes. Porque si eres otra cosa, con rapidez y sin escrúpulos, te bajaban los pantalones y burdamente te daban por detrás. Y que venga alguien a decir que no es así. Y le contaré mil y una batallitas de la mili. En formato mayores de edad o dos rombos de los de antes. Pues no sorprendí una madrugada al sargento Plómez con sus putas en el cuerpo de guardia, como para no contarlo. Y sigo sin poder creer que era padre de cuatro hijas, y dos hijos, con la misma mujer. Pues eso, mi teniente general, que en una mano el copazo de coñac y en la otra el culo de la alférez Polilla, que era de Albacete y se sentía sola.
Pero basta de hablar de militares. Que son quienes defienden nuestras fronteras.
Voy a hablar de los putos soldados y sus limitaciones.
Gómez, Pérez y Martínez. Con los que me di de bruces. Al primero lo nombraron cabo, mérito: Por alto. Porque sin estudios, ni cerebro, marchaba con aplomo y se le veía. Y tú cabo. El segundo, escogió la filosofía de los que llevaban más tiempo, y los nuevos a mi servicio, mérito: Su padre tuvo un prostíbulo y a él se le pego su forma de mandar y acojonaba. También como el anterior a la misma escuela, ni estudios ni cerebro, vamos de los de «especiales» y el título de pintura con plastidecores es, bajo el brazo, que para eso no hace falta la inspección. Y nuestro tercer soldadito de plomo se llamaba Martínez, era hijo de papá y lelo. Y cuando papá decía buenas noches todos se cuadraban. Y no era militar, pero era un prohombre de la ciudad y eso se respetaba.
Pues estos tres ilustres pasan a la historia por haber compartido mili conmigo.
El primero me mandó, yo de guardia en la puerta, a por un helado. Y le dije: Si me traes la orden por escrito del capitán. Y me dijo: Vaya un listillo. Pues te vas a cagar. Y cogí el walky y dije: Plantón llamando al capitán de cuerpo de guardia. Y el otro se pone blanco y dice: ¿Qué haces? Y le respondí: Dar parte de ti. Espera dijo con sonrisa, todo broma. ¡Joder como te pones! Y desapareció, y nunca más, ni saludo, ni órdenes. Y licenciado me lo encontré un día poniendo gasolina y me miró y dijo: Mmm, y le dije: Cabo, lleno. Y no tuvo presencia de ánimo para decir nada más. Y yo, ante su actitud le dije. ¿Tienes hijos? Y por encima del ruido de las armas de fuego me dijo, sí.
El segundo, Pérez sobre aviso de como las gastaba yo, con veintiocho años que hice la mili, un día que andaba puteando a otro soldadito de mi reemplazo, y me vio, y le dijo en voz baja: vete. E ido el pateado, me dice, jefe ¿Qué tal la guardia? Y le dije, jefe de nada, y ese asunto no te atañe, pero como te vuelva a ver jodiendo a alguien de mi oficina, voy a hablar con mi comandante para que peles todas las cebollas del mundo, en la cocina. Y se puso lívido. Y dijo: Por supuesto jefe, a mandar. Y todo siguió en calma. Luego sé que se hizo guardia de seguridad, porque tenía un tío militar y sacarse el permiso de armas era chupado. Y andará por ahí de segurata. Y ni la EGB, terminada. Pero nunca lo he vuelto a ver. Y al tercero tampoco, pero de este me toco reordenar todo el archivo, porque era como Ignatius J. Reilly, el de la conjura de los necios. Que dejaba los expedientes donde le venía en gana. Y nunca fue la caja de reclutamiento mayor desastre. Pero como papá era PAPÁ, ni un arresto y los mandos a apretar las mandíbulas. Y nosotros viles mortales a solucionar sus cagadas. Y a éste nunca jamás lo he vuelto a ver. Porque supongo que vivirá, lo menos en Miami. O al final del pasillo en un casoplón del padre en los mundos de yupi. Porque yo no dude ni un momento que esté señor que era imbécil, prosperará, ya que lo único que tuvo que hacer es ser hijo de su padre.
Y así os lo he contado.
Como una entre millones, historias de la puta mili.
©ManuelAcostaMás